19 de noviembre de 2006

Lamento

Existen lugares donde las palabras no pueden llegar. Y tú lo sabes.
Y yo también lo sé.
Y nos duele y nos importa.
¿Por qué entonces estas letras baldías? Por inconformismo tal vez o por... Sí, ¿para qué negarlo? Por cobardía. Allí, en el cajón de los sueños rotos, reposarán tan inocuas como inútiles, engrosando el catálogo de propósitos destruidos por la pereza.
Pereza... Oh, sí, la pereza.
Decía yo cobardía, pero la cobardía entraña todavía demasiada dignidad. El cobarde no deja de ser un infeliz desamparado incapaz de enfrentarse a una realidad seguramente injusta. Suficiente hace con destinar sus exiguas energías a sobrevivir. Se es cobarde por rendición y, en la mayoría de ocasiones, ni le ha sido concedida la oportunidad de rendirse. Al nacer, antes incluso de tener conciencia de su propia existencia, ya se ha rendido, ya está rendido, ya ha sido rendido.
Mucha, demasiada gallardía me arrogaba yo al tildarme de cobarde. Pero no nos engañemos, la que mueve y no mueve mis propósitos es la pereza. ¿Tan insulso es el mundo que prefiero enfrentarlo desde detrás del cristal? Por ahora, desde la pantalla veo la sangre, sí, pero es una sangre que no salpica. El espíritu se resiente, desde luego, y duele; pero, aun así, desde esta ventana hacia el mundo, no es mi sangre la que fluye, no es mi corazón al que destruyen, o eso quiero creer.
El mundo rezuma odio, pero desde mi guarida me convenzo de que no soy yo al que odian. Y la pereza, aun degradante, me mantiene inmune de la miseria de la humanidad.
Estas palabras no conducen a ninguna parte. No cambiarán nada. No son más que el reflejo de mi propia pereza y de la de, quizá, otros muchos.
Estas palabras son sólo un lamento.

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