I
Una larga lengua de espuma. Pies desnudos. Enamorada del mar. Tanto que olvida su vida y su muerte. Para los demás quizás esté olvidando demasiado, pero nadie se lo reprocha. Comprenden. Su sombra infinita acaricia las dunas. Andrea no se siente sola. La luz tamizada de la mañana apenas templa sus mejillas. Una larga lengua de espuma. Y otra. Y otra nueva. Y otra. Infinitas. El vaivén de la vida. Pero los corazones dejan de latir.
Andrea no lo vive como una cuenta atrás. Simplemente vive. Quizás por primera vez. Los paseos. Siempre hacia las rocas. Siempre sin una meta. Cierra los ojos para poder disfrutar más del amanecer. ¿Para siempre?
Ayer fue un día perdido. Durante ese ayer hizo el equipaje. Andrea ahora pasea. A la orilla del mar. Comprenden. Pese al estupor, comprenden. O al menos no reprochan. No pueden. Sería simplemente cruel. Simplemente. La enfermedad no es cruel. Es. Simplemente.
Andrea no se ha llevado fotografías. El vaivén de las olas. Palpitan al mismo ritmo que su corazón. Para Andrea dejarán de latir al unísono.
No comprenden. Y reprochan. Lloran, chillan y han enloquecido, pero no se atreven. ¿Respetan? Ni lo saben. No saben nada. La impotencia les ha vaciado. Están rotos. Quebrados.
Andrea deja caer la arena entre sus dedos. Levanta el brazo y una ráfaga de aire la dispersa formando un abanico espléndido. Muy lejos, demasiado, Daniel examina su mano y la de su hijo. Andrea se ha escurrido también entre sus dedos y nadie sabe cómo.
La brisa marina. El agua empieza a reverberar. La luz es cada vez más intensa. Se van escondiendo las sombras. El paseo sin destino pone rumbo de regreso. De regreso al presente. El mar no entiende de eso. Solo palpita, eternamente.
No es justo para un niño. Ni para Daniel, su padre. Se duelen amargamente. Se rebelan, pero callan. A Daniel se le muere el alma. No obstante, guarda silencio.
En la playa no hay dolor. Allí los días siguen a los días y a las noches; las noches. Pero siempre es el mismo día y siempre la misma noche. En la orilla del mar, el tiempo, si existe, es eterno. El presente se prolonga hasta el infinito. Una larga lengua de espuma la mece en su eterno vaivén. En su rostro por fin ya no ruedan más lágrimas. Sólo se ha resbalado el destino, ¿verdad, Andrea?
Abandono. Ella no está sola, ellos sí. Ayer hizo otro ayer que vació sus cajones. En el vaso de cristal falta su cepillo azul. El niño no comprende, por niño. El adulto no comprende, por necesidad. Sólo Andrea lo entiende todo, por enferma.
En la arena hay castillos y sol. Ni esperas ni diagnósticos. En la playa late la vida. La familia solo es un pozo de recuerdos y vanas esperanzas. Por eso marchó sin mirar atrás y por eso camina todos los amaneceres hacia las rocas, sin meta alguna, para ir borrando la memoria. El estupor quedó encerrado en casa. Comprendan o no comprendan, ellos han quedado atrás.
II
Cada vez los paseos se hicieron más largos. Sin testigos. Sus pies dibujaban una línea de ida y vuelta, interrumpida por las rocas. Agotando el camino de la vida. Las olas escondían sus huellas bajo su manto salado. Al día siguiente volverían a aparecer, hasta más lejos, hasta ninguna parte. Al cabo de tres semanas empezó a sentirse más débil. Los paseos se hicieron tan largos que dudaba poder completar la línea de regreso. En algún punto de la orilla las olas lamerían su piel inerte. Como una espectadora ajena a su propia presencia, visualizó esa imagen, sin curiosidad ni angustia. Especuló con la idea de que las olas, al igual que con sus huellas, la cubrieran y la hicieran desaparecer con una sola acometida, elegante y silenciosa. La imagen le infundía tranquilidad y templanza. Sin embargo, sabía que su cuerpo yacería tosco y pesado, crispando obstinadamente a un mar que jamás podría arrastrarla hasta su regazo. Qué mejor descanso que en las entrañas del mar. Pero no había poesía ni piedad en la muerte, por lo que estaba convencida, ya sin amargura, que la encontrarían tendida sobre el frío mármol del baño o en la cama o en el sofá desvencijado de ese pequeño comedor sin televisión. Le consolaba pensar que el silencio sería su cómplice, velaría por ella y respetaría el duelo. Siguió andando con esos pensamientos, todos los días, disfrutando de la arena fría, de la arena templada y del rumor del mar.
A las ocho en punto encendía su móvil y marcaba el número de Daniel. Esperaba a que descolgara y le decía: “Soy Andrea. Estoy bien”. Colgaba sin esperar respuesta, sin inmutarse por las palabras que Daniel alcanzaba a pronunciar antes de que le interrumpiese el demoledor tono de la línea. Inmediatamente apagaba el móvil, hasta que volvieran a ser las ocho de la noche del día siguiente. Jamás habló con su hijo. Jamás pronunció otras palabras. Daniel, al otro lado, en ocasiones seguía hablando al implacable hilo durante horas. Otras veces se limitaba a sollozar. Pensó en dejar de responder a esa llamada o en colgar. No encontró la fuerza suficiente. La ira fue decreciendo. Fiel y desarmado, la voz de Andrea le aliviaba. Se contentaba con responderle con un “te amo” e incluso, en alguna ocasión, ella le había dejado terminar la frase antes de colgar.
III
La luz del amanecer dibujaba sombras alargadas. Se podían seguir como un carril en la arena. Siempre empezaba su marcha con el sol de cara. De este modo, a la vuelta, cuando los rayos eran más perpendiculares, se abría ante su mirada la costa en toda su intensidad. Su viaje se iniciaba entre tinieblas y concluía con un brillante sol a sus espaldas. Es por eso que aquella mañana, ensimismada entre los remolinos de luz de un alba que acababa de despuntar, Andrea no vio la silueta de un hombre, recortada entre las brumas.
Sus pies invadieron la sombra de un cuerpo ya muy cercano. Se sobresaltó. Como un resorte levantó la cabeza y, al ver la figura, sintió violada su intimidad. El equilibrio y la paz de los días sin tiempo se habían quebrado. Vestía como su sombra, de inmaculado negro, por lo que no estaba segura de dónde empezaba el hombre, dónde el reflejo. El ramo de violetas que sostenía con su mano derecha era la única pincelada de color. La miró a los ojos al cruzarse con ella. Andrea bajó su vista al suelo, aturdida. Tuvo el presentimiento de que los labios del hombre estaban bosquejando una sonrisa. No se volvió, pero en toda la mañana no pudo apartar esa imagen de su cabeza.
Al día siguiente sí que lo vio venir. Era apuesto. Y su sonrisa dulce y tranquilizadora. Esta vez le devolvió la mirada, sonrojada.
Pasaron los días y, con ellos, su eternidad. Andrea descendió de las vivencias inmateriales regadas por las olas al calor de una imagen que le oprimía el pecho. Todos los días, prácticamente a la misma hora y en el mismo punto, aparecía aquel hombre enlutado. Surgido de entre la oscuridad y la arena y con un ramo de flores en su mano derecha, se perdía a sus espaldas, absorbido por la arena y la oscuridad. Andrea pensó que si retrasaba sus paseos, con mejor luz, podría verle la cara, pero temió no saber calcular la hora y no cruzarse con él.
Se avergonzó por el mero hecho de haber sopesado este ardid. Se avergonzó de que a su edad y en sus circunstancias se estuviera comportando como una adolescente. Urdía cómo dejar caer los párpados a fin de procurarse el tiempo suficiente para comprobar su reacción. Prácticamente destinada todo el día a unos pocos segundos. Pero la espléndida sonrisa que creía captar a hurtadillas le merecía la pena. ¿Para quién serían esas violetas, siempre frescas, siempre renovadas todas las mañanas? No comprendía por qué le faltaba valor para detenerle y entablar una conversación, sin más. Él había invadido con su presencia el equilibrio de su retiro. ¿Por qué no podía interrumpir ella sus pasos? Temía perturbar con palabras el silencio cómplice de sus miradas.
Sin embargo, aquella tarde resolvió que el paseo de mañana sería diferente. Cuando lo viera aparecer en el horizonte, le miraría fijamente desde la distancia y no apartaría la vista cuando sus ojos se cruzasen y le sonreiría sin esconder su rostro y cuando apenas un suspiro les separase y sus alientos se entremezclasen, se detendría, y él también, y ella extendería su mano y él la asiría y la conduciría flotando en el aire y caminarían juntos dejando una sola huella y, al cabo de unos metros, le ofrecería el ramo de violetas y ella aceptaría y sonreiría y él, antes de entregárselo, sacaría una flor, la más vistosa, y se la colocaría suavemente entre sus cabellos y seguirían caminando con los dedos entrelazados y bajo el paraguas del amanecer.
Andrea sabía que nada de eso sucedería mañana, pero el pensamiento le reconfortaba y le infundió valor.
A las ocho de la tarde de un seis de marzo volvió a sonar el teléfono y volvió a oírse la voz neutra de Andrea: “Soy Andrea. Estoy bien”. “Te amo, Andrea”. Para sorpresa de Daniel, el silencio llenó el auricular. Muchos días había hablado solo, durante horas. Ahora no sabía qué más decir. Pasaron uno o tal vez dos minutos, mientras escudriñaba la respiración de su esposa al otro lado de la vida. “Él quiere verte”. El incontestable timbre del cese de la comunicación zumbó en sus oídos cuando apenas había empezado a pronunciar “él quiere”. Pese a todo, esa noche durmió más tranquilo.
IV
Como todos los días, se despertó cuando era aún de noche. Era siete de marzo. Se sintió tan débil que por un momento pensó en abandonar su idea y no salir de casa esa mañana. Con movimientos lentos, se enfundó la ropa. Se miró al espejo. Su rostro ojeroso le interrogó una y otra vez y no quiso entender la respuesta que retumbaba en sus sienes. No podía escapar de la realidad.
Con debilidad abrió la puerta y bajó las escaleras que brotaban de la arena. La playa se le apareció como un desierto inabarcable. Oyó crujir sus huesos en las primeras pisadas que le conducían hasta la orilla. Se sintió torpe y triste. Pensó que esa mañana había tardado tanto tiempo en salir que posiblemente llegaría tarde para cruzarse en su camino. Quizá no contase con días suficientes para volver a verlo más. No pudo traer a su mente ni su rostro ni la sonrisa que ella había creído indelebles. Angustiada, vivía la frustración que no hacía mucho tiempo experimentó en su otra vida, aquélla de la que ya apenas nada recordaba. Sin embargo, el día todavía no había clareado, por lo que aproximadamente sería la misma hora de siempre. Pese a ello, avivó el paso. La ansiedad, la debilidad y el ritmo de sus piernas le provocaron una fatiga que le agarrotaba las extremidades. Sin tan siquiera notarlo, había empezado a jadear, mientras sus pies se atropellaban entre la arena. A punto estuvo de caer. Por fin, el horizonte alumbró a su hijo pródigo. Negro sin mácula sobre fondo gris. Una mancha violeta se dibujaba a su lado. Su sombra arrebatadora empezó a cosquillearle las plantas de los pies. La fatiga fue resbalando por sus muslos, a la vez que su respiración se acompasaba. Temió encontrar en sus ojos compasión, pero le abrazaron dos ascuas apasionadas. Se detuvieron uno frente al otro. En silencio, ella extendió la mano y él la tomó flotando en el aire. Se les vio marchar juntos, en un mismo paso, dejando una única huella. Ella llevaba una violeta en su pelo.
V
Cuando pudieron localizar a Daniel serían más de las nueve de la noche. No se sorprendió. El silencio del teléfono una hora antes le había anticipado la noticia.
VI
Hacía tres años de la muerte de Andrea. Daniel jamás acudía al cementerio salvo el siete de marzo. Padre e hijo. De pie frente a la tumba. Cogidos fuertemente de la mano. Escuchando. Ni lloraban ni rezaban ni hablaban. Apenas respiraban. Solo escuchaban. Después de unos minutos, aun con el murmullo de las olas en sus oídos y el mar infinito en sus ojos, dejaban una violeta en la losa y volvían sobre sus pasos.
VII
Las olas golpeaban silenciosas su piel inerte sobre la arena. No podían arrastrarla con su acometida elegante hacia el fondo del mar. Le lamían sus pies, ahora quietos, y sus muslos, todavía templados. Las violetas, esparcidas en la orilla, eran las únicas testigos de su sueño eterno.
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